En el Clavijero, los «Chalchihuites», de Javier Marín

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En el Clavijero, los «Chalchihuites», de Javier Marín
 

  • Las piezas de gran formato, en el recinto de la Secum hasta el próximo 29 de octubre.

Morelia, Michoacán, a 23 de octubre de 2017.- Dos de las piezas de gran formato de Javier Marín, los «Chalchihuites» se encuentran en Morelia, y el espacio que los alberga es el Centro Cultural Clavijero (CCC), el cual pertenece a la Secretaría de Cultura de Michoacán (Secum).

La dependencia encabezada por Silvia Figueroa Zamudio abrió las puertas de Clavijero para albergar hasta el próximo 29 de octubre dichas obras, antes de que partan a la Fábrica de San Pedro en Uruapan, Michoacán, para la inauguración de la exposición de Javier Marín “Claroscuro”.

Dicha muestra que estará en Uruapan, llega al estado tras la colaboración la Fundación Javier Marín, Terreno Baldío Arte, y la Fábrica de San Pedro.

«Chalchihuites» son dos aros de cinco metros de diámetro formados por fragmentos de cuerpos atados unos a otros, en ellos, Javier Marín integra con naturalidad su visión del México contemporáneo, el espíritu y la estética prehispánicos a la tradición escultórica y pensamiento occidentales. El horizonte mítico y ritualista de nuestros ancestros está en la intención del artista al referirse, con los trazos generales, a la representación del rostro de Tláloc, deidad del panteón prehispánico; pero la forma de los aros remite también a un glifo de fuerte significación en la iconografía mesoamericana.

La forma de rodete, o de círculo perforado, corresponde a la del chalchihuitl (chalchihuite), vocablo náhuatl que significa «piedra preciosa» y, según la investigadora Leticia Staines, representa al agua o a la sangre, si su color es rojo.

Dicho elemento tuvo un uso extensivo tanto en el mundo precolombino como en el colonial, según los estudios del investigador Constantino Reyes-Valerio. En ambos mundos, su representación tenía usos ornamentales y mágico-religiosos, ya que la sangre humana era algo precioso.

En el primer caso, para garantizar la salida del sol y la continuidad de la vida, y en el segundo, tal y como se lo enseñaron a los “indios”, porque la sangre de Cristo fue derramada para salvar al hombre.

El valor de la sangre para ambas culturas aunque con significados diferentes propició un sincretismo que no sólo decoró diversos templos y conventos durante la Colonia, sino que incluso sustituyó elementos de los escudos franciscanos: las imágenes de las llagas de Cristo por los chalchihuites. Más aún, a éstos se les añadió otro motivo de origen ancestral que era el chorro de sangre. Sin intención alguna de coincidir con dicho símbolo, Javier Marín llega a una imagen similar porque sus aros se completan con una luz rojiza que emana de los mismos rodetes.

Así, los enormes aros de cuerpos troceados y atados el uno al otro buscan en la ciudad nuevos significados. Están ahí para despertar incertidumbre, para hacer dudar a las y los espectadores de ellas y ellos mismos, y para que se reconstruyan a partir de nuevas premisas, siempre en función de la variable humana, (extracto del texto de Aurora Noreña).

 

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