POR: ANGELICA GABRIELA LOPEZ HERNANDEZ
A la Secretaría de Salud,
A la Dirección General del IMSS,
A la Cámara de Diputados y el Senado de la República,
A la Comisión Nacional de Derechos Humanos,
A la opinión pública:
Soy médico. Y como muchos otros en este país, he vivido en carne propia lo que significa formarse dentro del sistema de salud mexicano: jornadas extenuantes, guardias de más de 36 horas, sin descanso, sin alimentación adecuada, sin acceso a salud mental, sin dignidad. Lo he vivido, lo sigo viviendo. Por eso, cuando me enteré de la muerte de Abraham Reyes, no fue solo una noticia triste. Fue un espejo. Un grito ahogado. Porque pudo haber sido cualquiera de nosotros. Porque podría ser yo.
Abraham tenía 30 años, originario de Chihuahua, cursaba el segundo año de su residencia en Medicina Interna en la UMAE 25 del IMSS en Monterrey. Era un médico joven, brillante, comprometido, con un futuro que debía ser prometedor. Sin embargo, fue víctima del maltrato sistemático que impera en muchas sedes médicas de este país. Fue testigo —y blanco— de humillaciones, amenazas, cargas laborales inhumanas, un ambiente laboral hostil y violento. Denunció. Pidió ayuda. Y no fue escuchado. Lo empujaron al límite. Y se quitó la vida.
Este no es un caso aislado. Es una consecuencia directa de un sistema que ha fallado en su deber más básico: proteger la vida y dignidad de quienes forman parte de él. No hay formación médica que justifique la deshumanización. No hay excelencia académica que deba pagarse con salud mental rota, con lágrimas silenciadas, con miedo constante, con vidas perdidas.
A las autoridades competentes: no podemos permitir que la muerte de Abraham quede impune ni olvidada. No podemos permitir que el abuso, la negligencia y la indiferencia institucional sigan arrebatando jóvenes médicos como él. Ustedes tienen en sus manos la posibilidad —y la responsabilidad— de cambiar esto.
Por eso, exigimos que se escuche y apruebe la Ley Abraham: una legislación que proteja los derechos humanos del personal médico en formación, que regule las jornadas laborales, que castigue el acoso y la violencia institucional, que garantice acceso a salud mental, seguridad y condiciones dignas de aprendizaje. No es una concesión: es justicia. Es una deuda pendiente.
Abraham no está solo. Somos miles los que hemos sido testigos de este sistema enfermo, los que seguimos vivos pero cansados, al borde. Honremos su memoria actuando. Que su historia sea el inicio de una transformación real. Que nunca más otro residente, pasante o interno tenga que morir por culpa del silencio y el abandono.
Por Abraham. Por todos nosotros.
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