La opinión pública en Estados Unidos y en buena parte del mundo tiene su atención puesta en el brutal asesinato, a manos de policías de Minneapolis, de George Floyd, hombre de ascendencia afroamericana, quien fue inmovilizado por un policía poniéndole la rodilla en el cuello. Durante varios minutos Floyd suplicó por su vida, angustiosos momentos en los que clamaba que no podía respirar, cosa que muy pronto ocurrió. Es un caso de asesinato que nos muestra de nuevo al hombre-fiera que ha formado esta sociedad, al hombre insensible, enemigo del hombre. Pero no basta, como muchos hacen, con solo lamentar y repudiar lo ocurrido. Es indispensable, si queremos aprender, obtener experiencias y avanzar, conocer las raíces más profundas de acontecimientos como este.
El racismo está profundamente enraizado en la estructura clasista de la sociedad, en nuestros tiempos, en el capitalismo. En esta forma de organización social lo único realmente importante, maquillajes y retórica aparte, es alcanzar metas individuales, egoístas, en provecho estrictamente personal, sin importar cómo, sin escrúpulo alguno, ignorando los medios o sobre quién o cuántos se tenga que pasar para alcanzar el “triunfo” egoístamente obtenido. Es en este contexto que el ser humano ha perdido valor; la vida de los hombres importa poco; lo que vale es el dinero, la ganancia.
El capitalismo y no otra cosa ha inoculado en la sociedad la insensibilidad, la brutalidad, el desprecio por los demás, todo lo humano, lo que identifica al hombre con sus semejantes, su nobleza, su empatía. En su lugar el capital ha creado una moral ad hoc, adecuada a sus intereses, donde lo que priva es el frío interés personal, el beneficio al contado y todo lo demás se convierte en un estorbo para la acumulación de ganancia, que no sabe de nobleza, sensibilidad, fraternidad, y que por el contrario, ve todos estos valores como obstáculos.
El 2 de diciembre de 1949, la UNESCO decretó que cada día 2 de ese mes se celebraría a nivel mundial el Día Internacional para la Abolición de la Esclavitud; pero si miramos al pasado, podemos ver cómo desde que surge la propiedad privada, cuando la sociedad se escinde en clases enfrentadas, el hombre que concentraba los medios de producción comenzó a tener control sobre los desposeídos, llegando al punto en que los más poderosos comenzaron a vender a otros hombres, a quienes consideraban inferiores; dejaron de verlos como seres humanos y los concebían cada vez más como “instrumentos parlantes”; los amos eran dueños de los esclavos, pero no sólo de su trabajo, sino de ellos como personas, de sus mujeres, de sus hijos e hijas; el esclavo no era ciudadano, no tenía ni voz ni voto.
A pesar de haberse decretado el Día Internacional para la Abolición de la Esclavitud, hay registros que informan que siguen existiendo 45.8 millones de personas en esa situación, sólo que ahora son denominados “esclavitud moderna”; estos datos los proporciona la fundación Walk Free, según la cual, los países con mayor número de personas en tal situación son: India, Pakistán, Bangladesh y Uzbekistán. Y esto en los tiempos modernos, en nuestra sociedad de “libertades” y “democracia”.
La esclavitud, trajo consigo al racismo, que sigue vigente en nuestra época; la raza negra ha sido, durante muchos años, la más agredida y violentada en nuestra sociedad, aunque es necesario dejar claro que al hablar de violencia hacia esta raza no nos referimos sólo a la violencia física, sino a muchos aspectos más, como el abandono que han sufrido en el sector laboral, de salud, educación, vivienda, alimentación, etc., aparte de los arraigados prejuicios que buena parte de la sociedad norteamericana alberga contra ellos.
La pandemia del coronavirus ha exhibido aún más esta situación. Por ejemplo, en Chicago, donde el 30 por ciento de su población es negra, se ha registrado que 68 por ciento de fallecimientos por Covid pertenecen a esta raza; en el estado de Maryland, el 13 por ciento de su población es de raza negra, pero padecen el 30 por ciento de los contagiados totales.
Así que no, amable lector, los estragos del esclavismo y del racismo no han cesado; aunque los ideólogos del sistema traten de reconstruir la burbuja rosa, esto será ya imposible; los estragos sociales hoy más que nunca están a la vista de todos.
Pero lo peor que podemos hacer es resignarnos a esta degeneración humana y sufrirla o verla pasivamente. Detectadas sus causas, sus raíces profundas hincadas en la división de la sociedad en clases sociales, debemos pasar a la acción; debemos luchar para terminar con las circunstancias que enfrentan a una parte de la sociedad con la otra; es necesario avanzar hacia una forma superior de organización social donde todos los seres humanos seamos hermanos, donde prevalezca la fraternidad y no el canibalismo social. El hombre debe volver a ser ese ser profundamente comunitario que fue en los albores de la humanidad, capaz de ver siempre por sus semejantes, profundamente identificado con ellos. Una sociedad nueva y más justa aún es posible, y todos los desprotegidos del mundo deben estar seguros de ello. Deben arrancarse de raíz las causas del racismo que, insisto, no están solo en la mente de algunos prejuiciados agresivos o policías salvajes; esa es solo la superficie: sus raíces están en la existencia misma de las clases sociales, y hoy en el régimen capitalista, cuyo único y supremo objetivo es la búsqueda de la máxima ganancia.
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